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Museus i Liceu Una història compartida
Liceu Barcelona

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MUSEUS I
HISTÒRIA

175 anys d'història compartida

Museus i Liceu: una historia compartida es el resultado de un proyecto en red entre los museos de Cataluña y el Liceu para conmemorar el 175 aniversario del Teatre. Más de cien centros culturales han seleccionado una o varias obras de sus colecciones relacionadas con la historia del Liceu, que expondrán durante unos meses —entre el 15 de marzo de 2022 y el 31 de julio de 2023— en sus sedes.

Agradecemos el esfuerzo de todos los museos, colecciones y archivos, que, con más de 150 obras, han colaborado en documentar la historia del Liceu. Una historia que todavía hoy no ha sido reconstruida ni celebrada: la del legado y las huellas que deja una institución de 175 años en el territorio, la cultura y las personas. Muchas de estas obras tienen una relación directa con el Teatre, otras, sin embargo, se remontan a muchos siglos atrás y forman parte, a la vez, de la herencia cultural necesaria para estar en el lugar en el que hoy estamos. 

Esta página web descubre todas las piezas expuestas y los centros participantes, así como el nexo de cada una de ellas con el Gran Teatre del Liceu, inaugurado el 4 de abril de 1847.   

Enric Calpena

Un faro de cultura nacido en un mundo convulso

Enric Calpena

Periodista, historiador y profesor de comunicación de la URL

Hace 175 años, el Gran Teatre del Liceu abría sus puertas justo donde nos encontramos ahora. Era el año 1847 —no hacen falta cálculos mentales—, y para los barceloneses y los catalanes de aquella época el mundo era tanto o más caótico de lo que nos parece en estos momentos. Esos años parecían grises y carentes de esperanza, llenos de novedades terribles y de recuerdos de acontecimientos recientes dramáticos. No parecía el mejor de los mundos, y probablemente no lo era, pero era difícil concebir otro distinto.

Aunque algunos lo hacían: Karl Marx y Friedrich Engels estaban empezando a discutir las ideas que después se plasmarían en El manifiesto comunista. Y muchos pensadores anarquistas —Proudhon, Bakunin, Cabet o Saint-Simon— proponían transformar radicalmente ese mundo que tanto dolor causaba a la mayoría de quienes lo habitaban.

El entorno era terrible: hacía años que las cosechas no eran excelentes, y en aquel 1847, como en una especie de azote bíblico, se juntaron plagas, sequías o inundaciones de todo tipo, que echaron a perder en toda Europa todo lo que se cultivaba. En la isla de Irlanda, una posesión de los británicos, la plaga de la patata, el principal alimento de la población, estaba matando de hambre a un millón de personas y forzaba la migración de otro millón, mientas que solo otro millón de personas permanecía en la isla. El hambre planeó por toda Europa y fue el catalizador de las revueltas que acontecieron en el año siguiente.

¿Y en Cataluña? Pues Cataluña estaba en guerra, la segunda guerra carlina o Ia Guerra dels Matiners, que castigaba especialmente a las comarcas del norte. La guerra no se notaba tanto en la ciudad de Barcelona como había sucedido en la primera carlinada, pero una guerra siempre es una guerra, y había muertos, heridos, odios e imposiciones que planeaban en la atmósfera de la ciudad. Además, en los últimos años Barcelona había visto como los desastres llevados a cabo por la mano del hombre se encadenaban prácticamente todos los veranos. Era una ciudad pequeña, cerrada por unas murallas que miraban hacia dentro y no hacia fuera, porque los muros estaban concebidos para vigilar a los barceloneses y no para protegerlos.

Pero, a pesar de todo, los barceloneses vivían la vida con una intensidad que ahora tal vez nos costaría creer. Una docena de años antes, en 1835, la revuelta había quemado algunos de los conventos centrales de la ciudad. En 1842 y 1843, los militares habían bombardeado y muchas casas habían caído para siempre. Lo único bueno era que por primera vez desde mediados del siglo XVIII la ciudad disponía de algunos espacios para crecer dentro de las murallas, y eso embelesaba a los burgueses de Barcelona, que veían la posibilidad física de llevar a cabo algunos proyectos que habían quedado aplazados, sobre todo la creación de fábricas y almacenes que la ciudad necesitaba. Pero no solo edificios industriales y comerciales; también edificios que respondieran al deseo de modernidad de aquella burguesía y de aquellas clases populares que veían en la cultura —como así lo remarcaban las corrientes anarquistas y comunistas— la manera de liberarse de una sociedad opresora e injusta.

Es en este contexto cuando nace el Gran Teatre del Liceu. Es cierto que, de hecho, la asociación que había dado pie al teatro había nacido una década antes, pero hasta que no estuvo terminado el edificio de La Rambla no puede hablarse propiamente del Liceu. Ahora somos conscientes del peso de esta institución en el imaginario de la ciudad y del país, pero cabría preguntarse si en 1847 el Liceu nació y ocupó, más o menos, el lugar simbólico que tiene actualmente o fue el trabajo de décadas el que lo hizo posible.

El Liceu nacía —no es este el lugar para detallar ahora la complejidad del esquema de propiedad del teatro en 1847— y se convertía desde el primer momento en uno de los lugares más destacados de la ciudad de Barcelona, a veces por ser un lugar especialmente odiado por lo que representaba; a veces por ser el lugar donde se reunía la flor y nata de la alta sociedad barcelonesa; otras veces, simplemente, por ser un auditorio que competía y, sin duda, superaba al Teatre de la Santa Creu, que tuvo que cambiar de nombre para llamarse Teatre Principal y marcar distancias con el recién creado Liceu.

Aunque la programación del nuevo teatro inicialmente a penas se distinguía de la que se representaba en el Principal, poco a poco se pudo ir viendo en el Liceu un tipo de música diferente, más profundo, con un aire mucho más cosmopolita que la programación de la competencia, pensada para satisfacer solo a los públicos más conservadores de Barcelona.

No es extraño entonces que el Liceu, desde su nacimiento, sacudiera los espíritus de todos aquellos que tenían relación con él. Durante el siglo XIX —y con un incendio de por medio que casi lo destruyó—, el teatro de La Rambla adquiriría un papel central en el imaginario de la ciudad. Era un nuevo templo en una ciudad donde las principales iglesias siempre habían competido entre sí y nunca habían logrado ser las primeras. En cambio, aquel templo laico, superando en todos los ámbitos musicales y artísticos el Teatre Principal, sería el foco central de la cultura en Barcelona.

Sin embargo, hacia finales de siglo las cosas cambiaron. El Gran Teatre se había construido con un gusto muy barcelonés, muy catalán: por fuera quería pasar desapercibido, pero por dentro era fastuoso. Esta voluntad de no mostrar el lujo distinguía hasta entonces a las élites catalanas, siempre preocupadas tanto por los designios del poder, habitualmente arbitrarios, como por las miradas airadas de las clases populares, a las que aquel lujo les parecía, a menudo con razón, un insulto. Pero a finales del siglo XIX, la sociedad catalana, que está experimentando un impresionante auge industrial, abraza nuevas corrientes estéticas en las que el lujo y la belleza ya no se consideraban unas virtudes introspectivas, sino que deben mostrarse al exterior para que todo el mundo disfrute de ellas y las luzca en la medida de sus posibilidades.

Quiero centrarme en este medio siglo inicial de vida del Liceu para que nos resulte totalmente comprensible lo que hoy celebramos aquí. Hace un año, el Gran Teatre, preparando la celebración de su 175.º aniversario, realizó un llamamiento a los museos del país para que se sumaran a la fiesta, de la forma que considerasen más oportuna. Y los museos han respondido de manera entusiasta, destacando piezas de su colección vinculadas al propio teatro, a la música, o bien a la relación de la temática del museo con la época del aniversario. Es una respuesta inteligente y generosa, a la que el Liceu está muy agradecido, me consta.

Esta muestra, además, nos enseña lo que explicaba antes: el impacto que causó y todavía causa hoy en día este teatro en las mentes de los barceloneses. La música, las artes, el disfrute de la cultura…, todo ello se ejemplifica en el Liceu, igual que el peso de la historia, que —como todas las historias— no siempre es tan dulce como nos gustaría.

Ciento setenta y cinco años de impronta en el país, la cultura y las personas. Los museos y los lugares históricos nos han recordado la bomba Orsini que tanto marcó la representación del Guillaume Tell de Rossini; el recuerdo y el impacto de los Ballets Rusos en la obra pictórica de tantos artistas; figurines, escenografías y dioramas de algunos de los principales escenógrafos del Liceu, que transportaban al público a lugares remotos, cuando viajar era un lujo de unos pocos; representaciones pictóricas del edificio y del público en momentos difíciles como el incendio de 1861 y en momentos alegres y de diversión, a la salida del teatro, entrando en un palco, disfrutando de una función o danzando en los bailes de máscaras; retratos, objetos y documentación de personalidades muy vinculadas a la institución: Pauleta Pàmies, Joan Magriñà, Maria Barrientos, Pau Casals, Isaac Albéniz y grandes artistas que han colaborado, como Joan Miró, Ramon Casas, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Joan Brossa o Antoni Tàpies; o también obras que evocan el teatro y la música y que se remontan muchos siglos atrás, algunas que nos transportan a la primera audición de una ópera en Barcelona y piezas que dialogan con alguno de los títulos más representados en el Gran Teatre del Liceu.

Como decía, los museos y las instituciones culturales de Cataluña han sido generosos, y el Liceu está en deuda con ellos. Una deuda que debe hacernos sentir orgullosos a todos por lo que representa de amor a las artes, a la música culta, a la danza y a la ópera de todo un país.

Muchas gracias.